miércoles, 6 de agosto de 2008

La Zorra y el Cuervo gritón

Un cuervo robó a unos pastores un pedazo de carne y se retiró a un árbol. Lo vio una zorra, y deseando apoderarse de aquella carne empezó a halagar al cuervo, elogiando sus elegantes proporciones y su gran belleza, agregando además que no había encontrado a nadie mejor dotado que él para ser el rey de las aves, pero que lo afectaba el hecho de que no tuviera voz. El cuervo, para demostrarle a la zorra que no le faltaba la voz, soltó la carne para lanzar con orgullo fuertes gritos. La zorra, sin perder tiempo, rápidamente cogió la carne y le dijo:
–Amigo cuervo, si además de vanidad tuvieras entendimiento, nada más te faltaría realmente para ser el rey de las aves.
Cuando te adulen, es cuando con más razón debes cuidar de tus bienes.


LA ZORRA Y EL CUERVO GRITÓN.
Fábula de ESOPO

Comentario:

Siempre hay que desconfiar de la adulación, para montar al caballo hay que acariciarle la cabeza, asi que omitamos comentarios y busquemos el proposito de las palabras recibidas

Hecha fama y acostate a dormir

Don Rodrigo Díaz de Vivar, conocido como el Cid Campeador, fue de las pocas personas, si no es que la única conocida, que ganó una batalla decisiva después de muerto. Se dice que el término “Cid” o “Sidi” es el que utilizaban los moros para señalarlo y quiere o quería decir “Señor”, por quien tuvieron gran respeto por los triunfos obtenidos durante distintas batallas, siendo la última en la que participara con vida en la de la defensa de la ciudad de Valencia, en donde falleció en 1099. Se afirma que ya fallecido y habiéndose corrido el rumor entre las tropas, no solo españolas sino, sobre todo en las moras, que el Cid había dejado de existir, sobrevino una gran preocupación entre los españoles, toda vez que los moros no solo podrían recuperar Valencia sino nuevamente toda España. Por tal motivo, a alguien se le ocurrió que, a la mañana siguiente a
su fallecimiento, ante el acuerdo de un grupo muy reducido de caballeros de absoluta confianza y con la anuencia de Doña Jimena, esposa del Cid, se le montó y afianzó en su corcel para que encabezara la salida del castillo y enfrentara a los moros. A galope, pues, salió Don Rodrigo, escoltado por un par de caballeros de confianza y seguidos por todos los demás elementos del ejército. Los moros, al reconocer que quien encabezaba a los guerreros era el Cid Campeador,
huyeron despavoridos ya que, se supone, pensaron que había resucitado y fue así como Don Rodrigo Díaz de Vivar ganó la batalla decisiva por y para España estando ya muerto.


El Cid ¿Gano una batalla después de muerto?
Comentario:


La fama es tal que con solo el nombre sus enemigos temian, en el pasado se daba que le daban propiedades magicas o sobrenaturales a los caudillos vencedores de muchas batallas, asi que con solo el hecho de presentar batalla ya se daba por perdido el combate.



Mejor luchar con corazones que con armas

En el año 225 a.d.C., Zhuge Liang, estratega genial del Reino de Shu en la antigua China, se enfrentó a una situación peligrosa. El reino de Wei había lanzado un ataque en profundidad contra Shu desde el norte. Aún más peligroso, Wei había pactado una alianza con los estados bárbaros del sur de Shu, gobernados por el rey Meng Huo. Zhuge Liang tuvo que ocuparse de esta segunda amenaza procedente del sur antes de poder esperar siquiera defenderse de Wei en el norte. Mientras Zhuge Liang se preparaba para marchar hacia el sur contra los bárbaros, un sabio de su campamento le brindó un consejo. Resultaría imposible, dijo este hombre, pacificar la región por la fuerza. Liang podría derrotar a Meng Huo probablemente, pero tan pronto como se dirigiera otra vez al norte para ocuparse de Wei, Meng Huo volvería a invadirlos. Mejor conquistar corazones –dijo el sabio– que ciudades; mejor luchar con corazones que con armas. Espero que tengas éxito en ganar los corazones de esta gente.» «Has leído mis pensamientos», respondió Zhuge Liang.
Como Liang esperaba, Meng Huo lanzó un poderoso ataque. Pero Liang le tendió una trampa y consiguió capturar a una gran parte del ejército de Meng Huo, incluido el mismo rey. En lugar de castigar o ejecutar a los prisioneros, sin embargo, separó a los soldados del rey, les quitó los grilletes, les agasajó con comida y vino, y después se dirigió a ellos. «Todos vosotros sois hombres honrados –dijo–. Supongo que todos tenéis padres, esposas e hijos que os esperan en casa. Sin ninguna duda se derramarán amargas lágrimas por vuestro destino. Voy a liberaros, para que podáis volver a casa con aquellos que amáis y consolarles.» Los hombres le dieron las gracias a
Liang con lágrimas en los ojos. Después trajo a su presencia a Meng Huo. «Si te libero –preguntó Liang–, ¿qué harás?» «Reorganizaré de nuevo mi ejército –respondió el rey– y lo dirigiré contra ti en una batalla decisiva. Pero si me capturas una segunda vez, me inclinaré ante tu superioridad.»
No sólo ordenó Liang que liberaran a Meng Huo, sino que también le regaló un caballo y una silla de montar. Cuando sus generales, enfadados, se preguntaban por qué lo había hecho, Liang les dijo: «Puedo capturar a ese hombre tan fácilmente como puedo sacar algo del bolsillo. Estoy intentando conquistar su corazón. Cuando lo haga, la paz vendrá por sí misma aquí en el sur».
Como Meng Huo había dicho que haría, atacó de nuevo. Pero sus propios oficiales, a los que Liang había tratado tan bien, se rebelaron contra él, le capturaron y le devolvieron a Liang, que le formuló otra vez la misma pregunta. Meng Huo replicó que no había sido derrotado justamente, sino sólo traicionado por sus propios oficiales; lucharía de nuevo, pero si era capturado una tercera vez se inclinaría ante la superioridad de Liang.
Durante los meses siguientes, Liang burló a Meng Huo una y otra vez, capturándole una tercera, una cuarta y una quinta vez. En cada ocasión las tropas de Meng Huo estaban más y más descontentas. Liang les había tratado con respeto; habían entregado sus corazones en la lucha. Pero cada vez que Zhuge Liang le pedía a Meng Huo que se rindiera, el gran rey salía con otra excusa: me habéis engañado, perdí por mala suerte, etc. Si me capturáis una vez más, prometía, juro que no os traicionaré. Y así Liang le dejaba marchar.
Cuando capturó a Meng Huo por sexta vez, volvió a hacerle al rey la misma pregunta. «Si me capturáis una séptima vez –replicó el rey–, os entregaré mi lealtad y nunca me rebelaré de nuevo.» «Muy bien –dijo Liang–. Pero si te capturo de nuevo, no te liberaré.»
Ahora, Meng Huo y sus soldados se retiraron hasta un rincón remoto de su reino, la región de Wu Ge. Derrotado en tantas ocasiones, a Meng Huo sólo le quedaba una esperanza: pediría la ayuda del rey de Wu Ge, que poseía un inmenso y feroz ejército. Los guerreros del Reino de Wu Ge vestían una armadura de sarmientos fuertemente entretejidos empapados en aceite y después secados hasta adquirir una dureza impenetrable. Junto con Meng Huo, el rey de Wu Ge envió a este poderoso ejército contra Liang, y esta vez el gran estratega pareció asustarse, conduciendo a sus hombres a una rápida retirada. Pero sólo estaba dirigiendo al ejército de Wu Ge a una trampa: acorraló a los hombres del rey en un valle estrecho; después encendió hogueras a su alrededor. Cuando el fuego alcanzó a los soldados, todo el ejército del Reino de Wu Ge ardió –el aceite de su armadura era por supuesto altamente inflamable–. Todos ellos perecieron. Liang se las había arreglado para separar a Meng Huo y su séquito de la matanza del valle, y el rey se
encontró cautivo por séptima vez. Después de esta matanza Liang no podía soportar enfrentarse de nuevo con su prisionero. Envió a un mensajero al rey capturado. «Me ha enviado a liberaos. Movilizad otro ejército contra él, si podéis, e intentad derrotarle una vez más.» Sollozando, el rey cayó a tierra, arrastrándose hacia Liang de rodillas y postrándose a sus pies. «Oh, gran ministro –lloró Meng Huo–; tuya es la majestad del cielo. Nosotros los hombres del sur nunca nos resistiremos de nuevo a tu gobierno.» « ¿Os rendís ahora?», preguntó Liang. «Tanto yo como mis hijos y mis nietos estamos profundamente conmovidos por la ilimitada clemencia del Honorable que nos da la vida. ¿Cómo podríamos no rendirnos?»
Liang honró a Meng Huo con un gran banquete, le restableció en el trono, devolvió a su gobierno las tierras conquistadas y se dirigió al norte con su ejército, sin dejar ninguna fuerza de ocupación. Liang nunca volvió –no necesitó hacerlo: Meng Huo se había convertido en su más devoto e inquebrantable aliado.
Zhuge Liang tenía dos opciones: intentar denotar a los bárbaros en el sur de un solo golpe aplastante o ganarles lentamente para su causa a base de tiempo y paciencia. La mayoría de los que son más poderosos que su enemigo adopta la primera opción y no tiene nunca en cuenta la segunda, pero los verdaderamente poderosos analizan con un paso de antelación: la primera
opción puede resultar fácil y rápida, pero destila a la larga emociones nada gratas en los corazones de los vencidos. Su resentimiento se vuelve odio; tal animosidad le mantiene a uno en el filo –se pierde energía protegiendo lo que se ha conseguido, se vuelve uno paranoico y se está a la defensiva–. La segunda opción, aunque más difícil, no solamente trae consigo paz interior, sino que convierte a un enemigo potencial en un pilar de apoyo.


Comentario:

Como dice una de las 36 estrategias chinas: Deshacerse del enemigo dejandole escapar. Es todo un arte poder conquistar los corazones, es mas duradero su efecto.